Andreuet y el cielo de Cadaqués

Hay personas que parecen hechas de capas de tiempo, y tal vez por eso es que su alma no envejece, sino se enriquece..

Andreu, o Andreuet, como lo llaman con cariño en Cadaqués, lleva contando 94 años y una mirada de niño que se le escapa por la sonrisa. Es el alma que cuida la iglesia blanca que corona este precioso pueblo de la costa, esa que se abre al mar como si escuchara sus secretos.

Cada fin de semana,  la vida me regala un rato con él. Me recibe -a mí y a todos los visitantes de la Iglesia- con esa mezcla de sorpresa y alegría que sólo mantienen aqueellos que todavía se asombran de que la vida vuelva a empezar cada mañana.

Me gusta cuando Andreu me cuenta historias de piratas y de Barbarroja, de los días en que Walt Disney visitó a Dalí y se hicieron amigos y alguna travesura . Me habla de cómo el órgano del 1600 guarda dentro de sus 1700 tubos y el eco del aliento de generaciones con fondo azul. Sabe mil y una historias de la iglesia, conoce cada grieta, cada sombra del retablo dorado que brilla con luz propia y todos los detalles entre marineros y apóstoles.

Dice que su tarea es cuidar la iglesia, pero lo que realmente hace es cuidar la belleza y el amor sin juicio. Cuando le visito, me gusta ayudarle a recolocar velas y cuidar el cierre de la iglesia, cada tarde. Es un momento realmente precioso para mí . Mientras Andreuet recibe algunos visitantes efímeros , yo lo escucho y a la vez repongo las velitas nuevas y recojo con una espátula y una brocha las que ya se han apagado… y en ese gesto sencillo, se cuela algo profundo. Algo parecido a una oración espiritual no necesariamente religiosa.

En esa iglesia he aprendido una forma distinta de meditar. Hay una sala preciosa, lateral, con  una alfombra enorme y quince zafus ordenados en tres filas esperando la visita de algun meditador o meditadora, dispuestos a dejarse abrazar por una hermosísima cúpula celestial. Allí, entre el olor a cera y a piedra antigua, con el sonido mudo de los pasos de la gente de fondo, entendí lo que Andreu me dijo una tarde al despedirnos:

Aquí todos los credos son bienvenidos. La casa de Dios es la casa de todos… porque todos somos amor.

Y cuando lo dice, su sonrisa tiene esa claridad de quien no necesita demostrar nada. De quien ya lo ha visto todo… y aun así, sigue mirando y contando la vida con mirada inocente del niño que le habita. Gracias Andreuet, por esos ratitos de verdad.