
23 Abr La mujer y el dragón, un cuento diferente
Erase una vez, en un reino más allá del tiempo y los mapas, vivía un pueblo bajo el constante temor de un dragón. No era un dragón cualquiera: no rugía ni volaba ni devastaba tierras. Simplemente estaba ahí. Siempre había estado ahí y nadie en el pueblo recordaba ya cómo había empezado a causar tanto temor. Y lo curioso es que estar, para él, era suficiente para incomodar a todos, y tampoco sabía bien porqué…
Los habitantes no sabían explicarlo, pero cuando lo veían, una parte de ellos se agitaba. Se encogían, algunos se escondían, otros abrían sus ojos ensangrentados por la ira… Era como si el dragón les recordara todo aquello que evitaban mirar: las heridas no sanadas, las decisiones postergadas, las emociones no sentidas, o los compromisos olvidados. Por eso, preferían no acercarse. Preferían distraerse. Huir hacia fuera, en lugar de entrar hacia dentro, ese rincón profundo donde realmente habita el dragón.
Pero un día llegó una mujer desconocida al valle. No vestía armadura, sino un vestido de flores ligero. No montaba a caballo. No buscaba salvar a nadie. Era una acompañadora del camino, aunque ella no se nombraba así. Se definía como alguien que está cuando se la necesita, alguien que escucha, que respira con otros su proceso de regresar a casa.
Tenía el cabello brillante y largo, como las llamas de ese fuego que ilumina sin destruir. Y lo más importante: se atrevía a mirarse a sí misma. Se comprometió con su camino de autenticidad. Algunas veces con dolor, algunas veces con miedo, pero avanzando en su camino. Ella había aprendido a quedarse y observar cuando algo dolía. A respirar cuando la mente quería huía. A amar sus sombras con la misma ternura que sus luces.
Cuando llegó al valle, la gente del pueblo empezó a advertirle sobre la existencia del dragón, tratando de disuadirla de salir del pueblo después de la puesta de sol. Ella escuchaba, con atención e interés genuino, sonreía y agradecía y a continuación, seguía su camino. Ella no quiso salvar a nadie. Solo quiso comprender.
“Lo incómodo contiene el mensaje”, pensó ella.
Y así, en la mañana, clara y silenciosa, caminó hacia la montaña. Serena y consciente. Con presencia. Con la práctica silenciosa de quien ha meditado todos los días, con su propio ruido. Sabía que el verdadero encuentro sería con ella misma, reflejada en los ojos de aquel ser antiguo y desconocido.
Cuando llegó a la cueva, se quedó en silencio. Sentándose, cerró los ojos y respiró.
Tres inhalaciones después, el dragón salió. Tranquilo. Parecía el más sorprendido. Su mirada era profunda, como de quien ha esperado siglos para ser visto de verdad.
—¿Por qué has venido? —dijo con voz solitaria, que resonaba en el alma.
—He venido a escuchar lo que todavía no me he dicho —respondió ella—. He venido a recordarme lo que olvidé. Y tú pareces ser el portador de esa verdad.
El dragón no respondió. Solo se acercó y la envolvió con su aliento. No quemaba. Era cálido, como un abrazo ancestral.
Durante días, la mujer no combatió al dragón. Meditó con él. Le habló desde el corazón. Le preguntó por qué había elegido quedarse, qué mensajes traía, qué heridas de la humanidad estaba sosteniendo. Y él respondió. No con palabras, sino con gestos, con sensaciones, con memorias que despertaban en ella emociones dormidas.
El dragón representaba la metáfora viva del inconsciente: grande, imponente, poderoso… pero inofensivo si se le mira con amor. Y fue ahí cuando ocurrió la transformación. No del dragón. De ella.
Porque entendió que el verdadero cambio no viene del esfuerzo y la confrontación, sino de la aceptación y una rendición consciente. Que el crecimiento no es una escalada hacia afuera, sino una bajada amorosa hacia adentro. Que su labor no era guiar, sino acompañar. No era motivar, sino sostener el silencio donde cada uno se escucha a sí mismo.
Cuando volvió al pueblo, no traía al dragón sometido. Caminaban juntos. El pueblo se asustó al principio. Pero al ver la calma en su rostro, la ternura en su andar, y la belleza del vínculo entre ambos, algo cambió. La confianza cubrió con su suave y sólido manto los miedos del pasado.
Y comprendieron que el dragón no era el enemigo. Era el espejo silencioso. Y que a veces, lo que más nos asusta… es justo lo que necesitamos abrazar.
Desde entonces, cada año, florecen rosas en los caminos. Rosas rojas como la pasión por vivir despiertos. Como el amor que nace cuando dejamos de huir de nosotros mismos. Y si alguna vez encuentras tu propio dragón, siéntate. Respira. Escucha. Abraza. Sostén. Y ríndete al a vida! No está ahí para destruirte. Está ahí para devolverte a ti.
Y colorín colorado, el dragón ya no está más enfadado 😉